El juicio

El juicio

by Robert Whitlow
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Overview

Un abogado listo para morir acepta su último caso… el juicio de su vida.

El abogado Kent Mac McClain ya no tiene motivos para vivir. Nueve años después del terrible accidente que se cobró la vida de su esposa y sus dos hijos, finalmente se da por vencido. Su casa vacía es un espejo de su alma vacía. Parecería que el suicidio es la única salida. Pero suena el teléfono.

Angela Hightower, una hermosa heredera, hija del hombre más poderoso de Dennison Springs, fue hallada muerta al pie de un barranco. Peter Thomason, acusado del asesinato, necesita un abogado. Pero Mac ya se enfrentó alguna vez a los Hightower y a sus poderosos y despiadados abogados, y ese encuentro lo dejó con su reputación y su estudio pendiendo de un hilo.

Las pruebas que señalan la culpabilidad de Thomason parecen incontestables. ¿El cliente de Mac es un ingenioso psicópata, o alguien ?posiblemente un familiar de la propia víctima? le tendió una trampa a Thomason? Todo se reduce a un último juicio. Thomason se enfrenta a la silla eléctrica; Mac, a su propio pasado tormentoso: un adversario que demostrará ser igual de mortífero.


Product Details

ISBN-13: 9781602555259
Publisher: Grupo Nelson
Publication date: 05/23/2011
Sold by: HarperCollins Publishing
Format: eBook
Pages: 464
File size: 1 MB
Language: Spanish

Read an Excerpt

El JUICIO


By Robert Whitlow

Thomas Nelson

Copyright © 2011 Grupo Nelson
All right reserved.

ISBN: 978-1-60255-525-9


Chapter One

Cada sustancia de un dolor tiene veinte sombras. Ricardo II, acto 2, escena 3

Kent "Mac" McClain miró la hora en el reloj del abuelo que le observaba impasible desde la esquina más lejana de su oficina cubierta con paneles de roble. El viejo reloj era una antigüedad heredada por parte de la familia materna y funcionaba a la perfección mientras las pesas y las cadenas tuvieran la tensión adecuada. Cuando era niño, Mac se tumbaba en la cama y escuchaba el solemne anuncio que el viejo reloj hacía de cada hora que pasaba desde su ubicación en el vestíbulo de la casa de sus padres. Muchos años después, hizo espacio para situarlo en el rincón de su oficina; sin embargo, el fuerte sonido cada cuarto de hora interrumpía las reuniones con sus clientes, por lo que Mac inutilizó el mecanismo de las campanadas. Ahora, a excepción de un tic-tac regular, la esfera de marfil con sus grandes y negros números romanos mantenía una vigilia silenciosa.

Eran casi las cinco de la tarde. En unos minutos más, el personal de la oficina atravesaría la puerta de la sala de recepción y se iría a casa por el fin de semana. Él se quedaría solo.

Su cabello color marrón muy bien peinado tenía muchas vetas canosas, pero Mac tenía una forma física mejor que el promedio para tener cincuenta y seis años de edad. Con un poco menos de un metro ochenta de estatura, solo pesaba once kilos más que cuando se graduó de la facultad de derecho de la Universidad de Georgia, y aún podía pasarse toda una tarde haciendo excursionismo en las montañas al este de Dennison Springs. Pero no podía apropiarse de todo el mérito de su buen estado físico; era genético.

También había heredado el mordaz ingenio de su padre y los compasivos ojos marrones de su madre. Mac seguía manteniendo su ingenio, ahora una fachada que mantenía en segundo plano, pero había pasado mucho tiempo desde que sintió compasión por el dolor de otra persona. No había ahogado lágrimas de sus ojos por el dolor de otra persona en años.

Oyó cerrarse la puerta frontal y lentamente se sirvió una cerveza en la fría taza que estaba en la esquina de su escritorio. A excepción de los viernes en la tarde, nunca bebía en la oficina. Los viernes en la tarde eran diferentes. No bebía para encubrir el malestar que con todo cuidado ocultaba ante los ojos del mundo. Más bien renovaba un ritual proveniente de una época más feliz, una tradición de treinta y cinco años de antigüedad que comenzó en los frescos viernes otoñales de sus tiempos universitarios en Athens, Georgia. Mac vivió en una residencia de la fraternidad el último año y, en cuanto las clases de la semana terminaban, sacaba del refrigerador una taza helada, se servía lentamente una cerveza, se sentaba en el porche delantero en una mecedora y observaba pasar el tráfico por la avenida Milledge. Pero ahora era diferente. Hoy no había celebración.

Con el latido de su corazón un poco más rápido de lo normal, abrió el último cajón de la izquierda de su escritorio y sacó la pistola Colt calibre 45 entregada a su padre durante la Segunda Guerra Mundial.

Al comienzo de la guerra, el arma estándar para los oficiales militares era una Smith de seis disparos y un revólver Wesson calibre 38, pero la ferocidad de los soldados japoneses en el Pacífico obligó al ejército estadounidense a pensar de nuevo su estrategia. En combate cuerpo a cuerpo, un cartucho del calibre treinta y ocho podría herir a un soldado de infantería que fuese a la carga, pero no tenía suficiente masa para derribarlo. Los fabricantes de armamento respondieron con un arma más potente, de modo que cuando el padre de Mac pasó de ser presidente del departamento fiduciario de un banco a capitán en el ejército de Estados Unidos, adquirió el arma de color verde opaco que ahora descansaba en el escritorio de su hijo.

Mac chasqueó el clip. Una a una, extrajo las balas y las puso en línea como si fueran pulidos centinelas en el borde de la oscura madera. Las balas eran pequeños objetos que podían tener un efecto devastador y mortal, sobre todo cuando se disparaban directamente al cráneo a poca distancia.

Abriendo el estrecho cajón central del escritorio, sacó un pote de pastillas para el dolor. En cierto modo, las pastillas y las balas eran notablemente parecidas. Desde luego, las pastillas eran para aliviar el dolor; las balas estaban pensadas para infligirlo. Pero para los propósitos de Mac, las balas o las pastillas habrían servido para lo mismo: poner fin a su sufrimiento, de una vez por todas. Mac agitó el frasco. Estaba lleno.

¿Cuántos de los potentes analgésicos se tomaría? ¿Medio pote? ¿Tres cuartas partes? No sería tan difícil tomarlas todas. Y entonces, ¿qué sucedería? ¿Mareo? ¿Somnolencia? ¿Nada?

Mac no había sido capaz de decidir cuál sería el mejor método para morir: bala o pastilla. Cada una tenía sus ventajas. Había algo masculino con respecto a una bala en el cerebro. Sucio, pero masculino. Las pastillas eran más apropiadas para estrellas de Hollywood que descubrían que las brillantes luces y la fama eran tan solo otro camino hacia el agujero negro de la depresión y la desesperación. Pero las pastillas eran limpias; no había necesidad de alborotar el cabello, y quien le encontrase no tendría que tratar una horrible escena de muerte. El sentimiento de decencia y decoro de Mac argumentaba a favor de los analgésicos. Su deseo de una rápida certeza le atraía hacia uno de los brillantes centinelas de metal. El asunto seguía sin decidirse.

El teléfono de su escritorio sonó. Sorprendido, dejó el pote de las pastillas, tirando algunas de las balas.

—¿Quién es? —gritó al receptor.

—El juez Danielson en la línea uno —respondió su secretaria.

Retirándose del borde del abismo, Mac puso en su mano las balas.

—La aceptaré, Judy. Pensé que se había ido usted a casa.

—Quería terminar el primer borrador del informe Morgan. Me iré en unos minutos. Que tenga un buen fin de semana.

—Gracias. Usted también.

Mac apretó el botón del teléfono.

—Hola, juez.

—Me alegro de haberle agarrado antes de comenzar su fin de semana. ¿Aún tiene una fría cada viernes?

—La estoy mirando mientras hablamos.

Mac sostuvo el teléfono entre su oreja y su hombro, metió el cargador de nuevo a la pistola y la puso otra vez en el cajón del escritorio.

—Venga al juzgado —dijo el juez—. Necesito hablar con usted.

—¿Qué sucede? —preguntó él—. Estoy libre.

—Solo venga. Se lo explicaré cuando llegue aquí.

—¿No puede esperar hasta el lunes?

—No —dijo simplemente el juez.

Mac dio un suspiro.

—Deme cinco minutos.

—Gracias. Le veré ahora.

Mac colgó el receptor del teléfono. Con sus manos un poco sudorosas, sostenía el pote de pastillas entre sus dedos. Le molestó la interrupción de la llamada del juez, pues se estaba acercando a un veredicto en el juicio oculto que se realizaba en el interior de la oscura meditación de su alma. Vida o muerte. Bala o pastilla. Él sabía que no tenía que ir al tribunal; podía continuar el juicio secreto interrumpido por la llamada del juez. Pero el encanto se había roto; el jurado que decidiría su destino tendría que continuar sus deliberaciones más adelante.

* * *

Mac se abrochó el botón superior de su camisa y se arregló su corbata de seda. Agarrando un cuaderno tamaño legal amarillo que estaba en blanco, cerró con llave la puerta frontal de la pequeña casa de ladrillo rojo que había convertido en un atractivo bufete de abogados y comenzó el corto paseo que había hasta el tribunal. Una de las ventajas de practicar derecho en una ciudad como Dennison Springs era la comodidad. El tribunal, las oficinas de los tres principales bufetes de abogados y dos de los principales bancos estaban cerca. A menos que estuviese lloviendo o hiciese mucho frío, con frecuencia entregaba en persona los documentos legales o iba hasta el banco para realizar un depósito como excusa para dar un paseo.

Mac conocía cada árbol, cada brizna de hierba y cada grieta que había en la acera a lo largo del camino. Cruzó la calle y subió los amplios escalones del tribunal del Condado de Echota. Construido como un proyecto de los Cuerpos Civiles de Conservación durante la Depresión, el edificio grande cuadrado y de ladrillo rojo, con su plateado tejado abovedado, no ganaría ningún premio arquitectónico pero tenía cierto encanto nato. Rodeado por tres lados por largas filas de arrayanes, yacía bañado de color púrpura durante algunos gloriosos meses a finales del verano.

En el piso bajo se situaban las oficinas del taquígrafo del tribunal, del juez de sucesiones y una gran cámara donde se almacenaban informes notariales. Excepto cuando tenía que ir a la oficina del funcionario para archivar documentos, Mac rara vez se quedaba en el primer piso del edificio. Subiendo las desgastadas escaleras, fue al piso de arriba a la sala del tribunal principal con su elevado techo y grandes ventanales que proporcionaban una especular vista del sur de los Apalaches. Mac no necesitaba ver "Rock City", el sitio turístico en lo alto de la montaña, en Chattanooga. Podía captar el panorama de las montañas gratuitamente cada vez de que iba al tribunal. Durante los últimos treinta años, había sido testigo de todos los matices del cambio de estaciones en las distantes colinas desde el punto de vista de la sala del tribunal. Esa tarde, los amarillos opacos, naranjas y rojos de mediados de octubre dominaban la escena.

La sala del tribunal estaba organizada como un minianfiteatro. El piso bajaba gradualmente desde la parte trasera de la sala hasta una zona plana donde la tribuna del jurado miraba directamente al elevado estrado del juez y el banquillo de los testigos. Cuando se juzgaba un caso, los abogados se sentaban a ambos lados opuestos al jurado, y todos podían ver con claridad a los convocados a testificar.

* * *

El juez William L. Danielson era tres años más joven que Mac. De baja estatura y fornido, se crió en una granja de pacanas en Georgia y se mudó a Dennison Springs después de graduarse de la facultad de derecho Mercer, en Macon. Los siguientes quince años ejerció el derecho corporativo y comercial como asociado y colaborador de uno de los "tres grandes": los bufetes de abogados citadinos con más de cinco abogados. Durante sus años en la práctica privada, Bill Danielson y Mac solo se enfrentaron en los tribunales en una ocasión. Mac ganó.

La oficina del juez Danielson estaba a la derecha del estrado donde presidía. Mac entró en la oficina y llamó ante el marco de madera de la puerta abierta.

—Entre y siéntese, Mac —el juez señaló hacia un par de sillones de madera al otro lado de su escritorio de color roble claro—. Necesito su ayuda.

Mac se sentó y esperó.

Sosteniendo una hoja de papel, el juez dijo:

—Iré al grano. Esta es una orden que lo nombra para representar a Peter Thomason.

Mac se quedó boquiabierto.

—¿Cómo? No he procesado un caso penal importante en años.

—Tengo una buena razón ...

—Gene Nelson es defensor de oficio —interrumpió Mac—. Él maneja este tipo de casos.

—Tómelo con calma —el juez levantó su mano—. Gene me llamó hace una hora. Tiene un conflicto. El patólogo de Atlanta que hizo los análisis de droga a la sangre del acusado es el nuevo cuñado de Gene. Es seguro que el hombre testificará como testigo experto y tendrá que ser interrogado por el abogado de Thomason. Si hay condena, no puedo arriesgarme a un hábeas corpus de un abogado sabelotodo más adelante basándose en asistencia letrada ineficaz.

—¿Pero por qué yo? —preguntó Mac, inclinándose hacia atrás en su silla.

—Porque implica a la familia Hightower —dijo el juez lentamente—. ¿Qué otra persona podría hacerlo?

Mac no respondió. Peter Thomason estaba acusado de asesinato, pero no era una sórdida muerte hogareña o el resultado de un trato con drogas que salió mal. La víctima era la joven de diecinueve años Ángela Hightower, la única hija de Alexander y Sarah Hightower, la familia más influyente de Dennison Springs.

Un amigo de Mac sugirió una vez que la Cámara de Comercio del Condado de Echota debería vender pegatinas de parachoques que dijeran: "Dennison Springs, Georgia. Poseída y dirigida por Hightower & Co." Los ancestros de Alex Hightower estuvieron entre los primeros colonizadores en la zona después de que Andrew Jackson ordenase al ejército de Estados Unidos que se llevara a los indios cherokee del noreste de Georgia por el "Camino de las lágrimas" hasta Oklahoma en los años treinta. En 1880, la familia Hightower había construido la primera fábrica de tejidos, había constituido el primer banco y controlaba la Primera Iglesia Metodista. Durante los cien años siguientes, sus intereses económicos se extendieron hasta más allá de los límites de Dennison Springs, y se mudaron a unos cien kilómetros al sur de Atlanta. Pero mantenían fuertes vínculos con la zona y pasaban un mes cada verano en la residencia familiar en las afueras de la ciudad. El dinero de los Hightower era la columna vertebral de varios negocios importantes en la zona y ningún abogado local hacía nada para oponerse a ellos. Ninguno, es decir, excepto Mac.

—Ya veo —dijo Mac—. ¿No conoce usted a algún joven abogado que se ocupe del caso sin importarle las consecuencias?

—¿Y usted? —respondió el juez.

Mac recorrió mentalmente la lista de posibilidades y meneó su cabeza.

—Ninguno con experiencia en defensa criminal.

—No puedo nombrar para un caso de asesinato a alguien que haya manejado unos cuantos casos de "no contención" en el tribunal de faltas.

Mac se encogió de hombros.

—Ha pasado algún tiempo. El último caso criminal importante del que me ocupé fue ...

El Estado contra Jefferson —interrumpió el juez—. Hace tres años y medio. Usted enjuició el caso durante tres días con un jurado que no se ponía de acuerdo. La oficina del fiscal de distrito decidió no procesar los cargos y le dejó libre.

Mac suprimió una ligera sonrisa.

—Usted tampoco creía que él fuese culpable, ¿no?

—Sin comentarios. Lo que quiero decir es que bajo la Sexta Enmienda, Thomason merece representación de calidad.

—Y usted no quiere poner en peligro la carrera de otro joven abogado pidiéndole que defienda al hombre que puede que haya asesinado a la hija de los Hightower.

—Correcto.

El juez se inclinó y agarró la orden.

—Aunque usted sea un oficial del tribunal, no voy a obligarle a que haga esto.

Mac levantó sus cejas.

—¿Puedo negarme?

—Sí. Piénselo en el fin de semana y llámeme el lunes por la mañana.

—¿Sabe Thomason sobre el conflicto de intereses?

—Gene Nelson va a hablar con él esta noche.

—Muy bien —Mac se levantó para irse—. Le llamaré a primera hora el lunes.

—Otra cosa más —dijo el juez—. Entiendo que Alex Hightower ha contratado a Joe Whetstone de Atlanta para actuar como fiscal especial.

—¿De verdad? Sacando la artillería pesada para la ejecución.

—Será un desafío.

—¿Y piensa que yo quiero un desafío? —preguntó Mac.

El juez meneó su cabeza.

—Usted no tiene que demostrarme nada, Mac.

Mac se dirigió a la puerta abierta.

—¿Pagará el condado un investigador y testigos expertos?

—Cualquier cosa dentro de lo razonable. Intentaré lograrlo para usted.

Mac bajó las escaleras del tribunal de justicia. Había leído artículos sobre el asesinato en los periódicos locales. Sería un caso difícil de lidiar. Los Hightower no escatimarían gastos para obtener una condena. Contratar a Joe Whetstone como fiscal especial era solo un paso. El abogado de Atlanta estaría apoyado por un cuadro de asociados, un ejército de paralegales, y los mejores investigadores y testigos expertos que el dinero pudiera comprar.

Olvidándose de las balas, las pastillas y su cerveza, cruzó la calle. Con cada paso, los secretos y oscuros pensamientos de su propia muerte se retiraron, y su lugar fue ocupado por pensamientos sobre otro hombre cuya vida colgaba en la balanza delante de los ojos de todos en el condado de Echota.

(Continues...)



Excerpted from El JUICIO by Robert Whitlow Copyright © 2011 by Grupo Nelson. Excerpted by permission of Thomas Nelson. All rights reserved. No part of this excerpt may be reproduced or reprinted without permission in writing from the publisher.
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