Besa a las Mujeres (Kiss the Girls)

Besa a las Mujeres (Kiss the Girls)

by James Patterson
Besa a las Mujeres (Kiss the Girls)

Besa a las Mujeres (Kiss the Girls)

by James Patterson

Paperback(Mass Market Paperback - Spanish-language Edition)

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Overview

Join Alex Cross on his most terrifying murder case yet in this #1 New York Times bestseller and one of PBS's "100 Great American Reads."


In Los Angeles, a reporter investigating a series of murders is killed. In Chapel Hill, North Carolina, a beautiful medical intern suddenly disappears. In the sequel to Along Came a Spider, Washington D.C.'s Alex Cross is back to solve the most baffling and terrifying murder case ever. Two clever pattern killers are collaborating, cooperating, competing-and they are working coast to coast.


Product Details

ISBN-13: 9781455544844
Publisher: Grand Central Publishing
Publication date: 10/30/2012
Series: Alex Cross (Foreign Language Editions) Series , #2
Edition description: Spanish-language Edition
Pages: 496
Sales rank: 286,817
Product dimensions: 4.10(w) x 6.70(h) x 1.20(d)
Language: Spanish

About the Author

About The Author
James Patterson has had more New York Times bestsellers than any other writer, ever, according to Guinness World Records. Since his first novel won the Edgar Award in 1977 James Patterson's books have sold more than 300 million copies. He is the author of the Alex Cross novels, the most popular detective series of the past twenty-five years, including Kiss the Girls and Along Came a Spider. He writes full-time and lives in Florida with his family.

Hometown:

Palm Beach, Florida

Date of Birth:

March 22, 1947

Place of Birth:

Newburgh, New York

Education:

B.A., Manhattan College, 1969; M.A., Vanderbilt University, 1971

Read an Excerpt

Besa a las Mujeres


By James Patterson

Grand Central Publishing

Copyright © 2012 James Patterson
All right reserved.

ISBN: 9781455544844

Prólogo

CRÍMENES PERFECTOS

CASANOVA

Boca Ratón, Florida, junio de 1975

Durante tres semanas, el joven asesino vivió, literalmente, dentro de las paredes de una extraordinaria casa de quince habitaciones situada en primera línea de mar.

Desde allí oía el suave murmullo del atlántico oleaje. Pero en ningún momento sintió la tentación de asomarse al océano ni a la playa privada que se extendía a lo largo de más de cien metros frente a la orilla.

Había demasiado que explorar, que estudiar, que conseguir desde su escondrijo en el interior de la asombrosa casa de estilo neomediterráneo de Boca Ratón. Hacía muchos días que el pulso no dejaba de martillear sus sienes.

En la enorme casa vivían ahora cuatro personas: Michael y Hannah Pierce y sus dos hijas. El asesino los espiaba en sus momentos más íntimos. Le encantaba todo lo que rodeaba a los Pierce, incluso los más pequeños detalles y, en especial, la preciosa colección de conchas de Hannah y la flota de veleros de teca que colgaba del techo en uno de los dormitorios de invitados.

A la hija mayor, Coty, la observaba día y noche. Era condiscípula en el instituto St. Andrews. Una chica sencillamente excepcional. No había en el instituto ninguna más bonita ni más lista que Coty. Tampoco le quitaba ojo a Karrie Pierce, que tenía sólo 13 años pero que ya era una zorrita.

Aunque él medía más de 1,80 m, podía meterse con facilidad en los conductos del aire acondicionado de la casa, porque era delgado como un alambre y no había empezado aún a ensancharse.

El asesino tenía un atractivo de estilo oriental realzado por su juventud.

En su escondrijo tenía varias novelas pornográficas, libros que había encontrado durante febriles visitas a Miami. Era un verdadero adicto a Historia de O, Colegialas en París e Iniciaciones voluptuosas. También tenía entre las paredes un revólver Smith & Wesson.

Salía y entraba de la casa a través de una ventana del sótano que estaba rota. A veces, incluso dormía allí abajo, detrás de un viejo frigorífico Westinghouse que vibraba suavemente, donde las Pierce tenían cervezas y vino gasificado para sus guateques que, a menudo, terminaban con una hoguera en la playa.

A decir verdad, aquella noche de junio se sentía un poco más raro que de costumbre. Aunque no era nada preocupante. No había problema.

A media tarde, se había pintado el cuerpo con pintura de varios colores: rojo cereza, anaranjado y amarillo vivo. Era un guerrero. Un cazador.

Estaba allí acurrucado, con su cromado revólver del calibre 22, una linterna y sus libros «porno», dentro del techo del dormitorio de Coty. Justo encima de ella, por así decirlo.

Aquélla sería la gran noche. El principio de todo aquello que realmente importaba en su vida.

Se acomodó lo mejor que pudo y empezó a releer sus fragmentos favoritos de Colegialas en París. Su linterna de bolsillo proyectaba una tenue luz sobre las páginas. La novela era, sin duda, una de esas que se leen de un tirón, y muy cachonda. Trataba de un «respetable» abogado francés que le pagaba a una rolliza celadora para que le dejase pasar las noches en un lujoso internado de señoritas. El relato estaba escrito en el lenguaje más desvergonzado: «la plateada punta de su verga», «su pérfida matraca», «magreaba a las siempre ansiosas colegialas».

Al cabo de un rato se cansó de leer y miró el reloj. Ya era la hora, casi las 3.00 de la madrugada. Le temblaban las manos al dejar el libro a un lado y mirar a través de la rejilla del registro del aire acondicionado.

Se quedaba sin aliento al ver a Coty en la cama. La aventura verdaderamente real estaba ahora frente a él. Tal como la había imaginado.

Se deleitó con un pensamiento: «Mi verdadera vida está a punto de empezar. ¿De verdad voy a hacerlo? Sí, por supuesto que sí…».

Vivía de verdad en las paredes de la casa que los Pierce tenían en la playa. Pronto, aquel hecho, que parecía salido de una espectral pesadilla, ocuparía la portada de todos los periódicos importantes de Estados Unidos. Estaba impaciente por leer el Boca Raton News.

«¡EL CHICO DE LAS PAREDES!».

«¡EL ASESINO VIVÍA, LITERALMENTE, EN LAS PAREDES DE LA CASA DE UNA FAMILIA!».

«¡UN MANÍACO HOMICIDA, LOCO DE ATAR, PODRÍA ESTAR VIVIENDO EN SU CASA!».

Llevaba una camiseta de los Hurricane de la Universidad de Miami, pero se le había subido y podía verle las braguitas rosa de seda. Dormía boca arriba, con una de sus bronceadas piernas cruzada sobre la otra. Tenía la boca entreabierta, formando una pequeña «o», como si estuviese enfurruñada. Desde donde él se encontraba irradiaba inocencia.

Ya era casi una mujer plenamente desarrollada. La había visto admirarse frente al espejo de cuerpo entero hacía sólo unas horas. La había visto quitarse su sostén de blonda. La había visto admirar sus perfectos pechos.

Coty era tan engreída como intocable. Aquella noche iba a ser distinto.

Se la iba a tirar.

Con suma precaución y sigilo retiró la rejilla metálica del registro del techo. Luego, se introdujo por la abertura y se descolgó hasta el interior del dormitorio, pintado de azul celeste y rosa. Notaba opresión en el pecho y su respiración era agitada y dificultosa. Tenía escalofríos.

Se había cubierto los pies con bolsas de plástico para la basura, sujetas a la altura de los tobillos, y llevaba los finos guantes azules de goma que utilizaba la sirvienta de los Pierce para limpiar.

Se sentía como un estilizado guerrero Ninja, y era la viva imagen del terror con su pintarrajeado cuerpo desnudo. El crimen perfecto. Se complacía en creerlo así.

¿Sería un sueño? No. Sabía muy bien que no lo era. Era el proyecto hecho realidad. ¡Lo iba a hacer! Le ardían los pulmones al respirar hondo.

Por un momento, estudió a la joven que dormía beatíficamente y a la que tantas veces había admirado en St. Andrews. Luego, se deslizó hasta el lecho de la incomparable Coty Pierce.

Se quitó un guante y acarició su perfecta y bronceada piel. Imaginó que le untaba bronceador con aroma de coco por todo el cuerpo.

Ya la tenía dura como un palo.

Su larga melena rubia era tan suave como una cola de conejo. Tenía una preciosa mata de pelo, limpio, impregnado de olor a bosque, como un bálsamo.

Sí, los sueños se hacían realidad.

Coty abrió de pronto los ojos de par en par. Eran como dos esmeraldas resplandecientes, como las preciosas gemas de la joyería Harry Winston de Boca Ratón.

Ella musitó su nombre sin aliento, el nombre que conocía del instituto. Pero él se había dado un nuevo nombre, se había nombrado a sí mismo, se había recreado.

—¿Qué haces aquí?—susurró ella jadeante—. ¿Cómo has entrado?

Sorpresa, sorpresa… Soy Casanova—le dijo él al oído, con el pulso tan acelerado que temió que le estallara—. Te he elegido entre las chicas más bonitas de Boca Ratón y de toda Florida. ¿No te gusta?

Coty empezó a gritar.

—Tschistt…—la acalló él rozando sus suaves labios con los suyos, para luego besarla amorosamente.

También besó a Hannah Pierce aquella inolvidable noche en Boca Ratón antes de asesinarla y mutilarla.

Poco después, besó a su hija menor, la pequeña Karrie, de sólo 13 años.

Antes de dar por concluida la velada, comprendió que era de verdad Casanova, el más grande amante de todos los tiempos.

EL CABALLERO DE LA MUERTE

Chapel Hill, Carolina del Norte, mayo de 1981

Era un perfecto caballero. Un caballero de arriba abajo. Siempre discreto y educado.

Pensó en ello mientras escuchaba los susurros de los amantes que paseaban por las inmediaciones del lago del campus. Era todo tan romántico que parecía salido de un sueño. Para él era perfecto.

—¿Crees que es una buena idea o te parece una bobada que no merece comentario?—oyó que Tom Hutchinson le preguntaba a Roe Tierney.

Se habían subido a una barca de remos azul cerceta que se mecía con suavidad junto a uno de los embarcaderos del lago. Tom y Roe iban a tomar la barca «prestada» durante unas horas. Una travesura de estudiantes.

—Dice mi bisabuelo que navegar con la corriente no acorta la vida…—contestó Roe—. Es una gran idea, Tommy. Vamos.

—¿Y si hace uno otras cosas en la barca?—preguntó Tom Hutchinson riendo.

—Pues… si eso incluye alguna variedad de aerobic puede incluso alargarte la vida.

Al cruzar las piernas, Roe dejó ver sus suaves muslos.

—En tal caso, ir de luna de miel en un bote robado tiene que ser una buena idea—dijo Tom.

—Una estupenda idea—dijo Roe manteniendo el equilibrio—. La mejor. Pongámosla en práctica.

En cuanto el bote se separó del embarcadero, el Caballero se introdujo en el agua. No hizo ruido. Estaba atento a las palabras, a los movimientos y a todos y cada uno de los matices del fascinante ritual de los amantes.

La luna, casi en plenilunio, irradiaba serenidad y belleza hacia Tom y Roe mientras surcaban la resplandeciente superficie del lago.

A primera hora de aquella noche, cenaron en un romántico restaurante de Chapel Hill, e iban los dos muy elegantes. Roe llevaba una falda negra plisada y una blusa de seda de color crema, pendientes de plata en forma de concha y el collar de perlas que le prestó su compañera de habitación. Una indumentaria perfecta para salir a remar.

El Caballero estaba casi seguro de que el traje gris que llevaba Tom Hutchinson ni siquiera era suyo.

Tom era de Pensilvania, hijo de un mecánico de coches. Había llegado a ser capitán del equipo de rugby de los Duke y tenía un brillantísimo expediente académico.

Roe y Tom eran la «pareja dorada». Prácticamente, era en lo único que los estudiantes de Duke y de la cercana Universidad de Carolina del Norte estaban de acuerdo. El «escándalo» de que el capitán del equipo de rugby de Duke saliese con la reina del festival universitario de Carolina del Norte le echaba aún más pimienta al romance.

Forcejearon con los díscolos botones y cremalleras mientras surcaban lentamente el lago. Roe se quedó sin más «prendas» que los pendientes y el collar. Tom llevaba la camisa blanca, pero desabrochada, con lo que hacía las veces de pequeña tienda al penetrar a Roe.

Bajo el vigilante ojo de la luna empezaron a hacer el amor.

Sus cuerpos se movían con suavidad y la barca se mecía alegremente. Roe dejaba escapar quedos gemidos que se mezclaban con el coro de unas cicadas que jugaban a lo lejos.

Al Caballero se le hizo un nudo en la boca del estómago, de pura rabia. Su lado oscuro estaba a punto de estallar, como un brutal y reprimido animal, como una versión moderna del hombre lobo.

De pronto, Tom Hutchinson se separó de Roe Tierney con un entrecortado gemido. Algo muy potente tiraba de él hacia fuera de la barca. Antes de caer al agua, Roe lo oyó gritar. Fue un extraño sonido, una especie de «aaajjj».

Tom tragó agua y empezó a tener violentas arcadas. Sentía un terrible dolor; dolor localizado pero muy intenso.

Luego, la fuerza que había tirado de él hacia atrás aflojó la presión y lo soltó. Estaba libre.

Tom se llevó a la garganta sus grandes y fuertes manos, manos de «cerebro» del equipo de rugby, y tocó algo caliente. Manaba sangre que se mezclaba con el agua del lago. El pánico lo atenazó.

Horrorizado, volvió a tocarse la garganta y palpó el cuchillo que tenía clavado. «¡Oh, Dios mío! Me han apuñalado. Voy a morir en el fondo de este lago y ni siquiera sé por qué».

Mientras tanto, Roe Tierney seguía en la cabeceante barca, demasiado confusa para poder gritar.

Le latía el corazón con tanta fuerza que apenas podía respirar. Se puso de pie en la barca buscando desesperadamente con los ojos algún rastro de Tom.

«Debe de ser una broma pesada—se dijo—. No pienso volver a salir con Tom Hutchinson. Ni me casaré con él. Ni muerta. Esto no tiene ninguna gracia».

Estaba aterida de frío y empezó a palpar el fondo de la barca en busca de su ropa.

De pronto, muy cerca del bote, alguien o algo emergió a la oscura superficie. Fue como si se hubiese producido una explosión bajo el lago.

Roe vio asomar una cabeza. Era la cabeza de un hombre… Pero no era la de Tom Hutchinson.

—No he pretendido asustarla—le dijo el Caballero en un tono tranquilo, como si estuviera manteniendo una conversación con ella—. No se alarme—añadió susurrante mientras se asía a la regala del bote—. Somos viejos amigos. Si he de ser franco, le diré que llevo observándola más de dos años.

Roe se puso a gritar con incontenible desespero, como si temiese no ver nunca más la luz del día.

Y no la vio. Roe Tierney jamás volvió a ver amanecer.

Primera Parte

CHISPA CROSS

Capítulo 1

WASHINGTON D. C., ABRIL DE 1994

YO ESTABA EN EL porche delantero de nuestra casa de la calle Cinco cuando empezó todo.

Caía un chaparrón, como a mi hijita Janelle le gustaba decir. Pero en el porche se estaba estupendamente. Mi abuela me enseñó una oración que no he olvidado: «Gracias por todo, tal como es». Parecía muy adecuada para aquel día, aunque… no del todo.

Pegado a la pared del porche había un póster con viñetas de Far Side de Gary Larson. Ilustraba el banquete anual de los «Mayordomos del Mundo». Uno de los mayordomos había sido asesinado. Tenía en el pecho un puñal clavado hasta la empuñadura.

«Dios mío, Collings, detesto empezar los lunes con un caso así», decía en el «bocadillo» puesto en boca de un detective que estaba en el lugar del crimen.

Tenía el póster allí para que me recordase que en la vida había algo más que mi trabajo como detective de la brigada criminal del distrito de Columbia. Junto al póster había un dibujo que Damon hizo dos años atrás con la dedicatoria: «Al mejor papá del mundo».

Ése era otro recordatorio.

En nuestro viejo piano, yo tocaba melodías de Sarah Vaughan, Billie Holiday y Bessie Smith. El blues me entristecía mucho últimamente. Había estado pensando en Jezzie Flanagan. A veces, podía ver su hermoso y cautivador rostro al mirar hacia lo lejos. Aunque procuraba no mirar demasiado a lo lejos.

Mis dos hijos, Damon y Janelle, estaban sentados en la sólida aunque desvencijada banqueta del piano, a mi lado. Janelle me «rodeaba» la espalda con su bracito derecho (la verdad es que no llegaba ni a rozarme la columna).

En su mano izquierda tenía una bolsa de caramelos que, como siempre, compartía con sus amigos. Yo tenía uno de naranja en la boca, que dejaba disolver lentamente.

Ella y Damon me acompañaban silbando, aunque Jannie, más que silbar, escupía a un determinado ritmo. Un raído ejemplar de Green Eggs and Ham estaba encima del piano, vibrando con mi interpretación.

Tanto Jannie como Damon eran conscientes de que yo tenía problemas en mi vida últimamente; desde hacía unos meses, por lo menos. Trataban de animarme. Tocábamos y silbábamos blues, soul y un poco de jazz fusion. Pero también bromeábamos y confraternizábamos como les gusta a los niños que hagamos.

Aquellos ratos con mis hijos era lo que más me gustaba de mi vida. Cada vez pasaba más tiempo con ellos. Las fotografías que tengo de mis hijos me recuerdan que nunca volverán a tener siete y cinco años respectivamente. Pensaba no perderme nada de aquellos años de sus vidas.

Nos interrumpió el sonido de fuertes pisadas que corrían escaleras arriba por el porche trasero. Al momento sonó el timbre de la puerta: uno, dos, tres timbrazos breves. Quienquiera que fuese tenía mucha prisa.

Ding-dong, la bruja ha muerto—dijo Damon, inspirado por el momento.

Llevaba unas gafas tipo aviador. Era la imagen que tenía de un tipo duro y frío. Y la verdad es que así era el pequeño.

—No, la bruja no ha muerto—replicó Jannie.

Hace poco reparé en que se ha convertido en una ardiente defensora del género femenino.

—Puede que no sean noticias de la bruja—dije con el tono y la dicción adecuados.

Los dos se echaron a reír. Casi siempre entendían mis chistes (era como para echarse a temblar, pensaba yo).

Alguien empezó a aporrear la puerta y a gritar mi nombre en tono quejumbroso y alarmante

—¡Dejadnos tranquilos, puñeta! No estamos para lamentos ni alarmas en estos momentos.

—¡Doctor Cross! ¡Abra, por favor, doctor Cross!

Los gritos continuaban. No reconocí la voz de la mujer, pero, por lo visto, la intimidad no existe para quienes anteponemos al apellido la palabra doctor.

Retuve a los niños sujetándoles la parte superior de la cabeza con las manos.

—Yo soy el doctor Cross, no vosotros. Así que seguid tarareando y… guardadme el sitio. Vuelvo en seguida.

—¡Vuelvo en seguida!—repitió Damon con su lograda imitación de la voz de Terminator.

Sonreí. Damon es un chico despierto (el segundo de la clase).

Corrí a la puerta trasera empuñando mi revólver reglamentario. Nuestro barrio es peligroso incluso para un policía, que es lo que soy. Miré a ver quién era a través de los empañados y sucios cristales de una de las ventanas.

Vi a una mujer joven que estaba en el peldaño superior del porche. Vivía en una urbanización de Langley. Rita Washington era una joven drogadicta de 23 años que merodeaba por nuestras calles como un espectro gris. Era lista y bastante bonita, pero impresionable y débil. Había dado un mal paso, había perdido su atractivo y ahora parecía irrecuperable.

Al abrir la puerta me dio en la cara una ráfaga de viento húmedo y frío. Rita tenía las manos y las muñecas ensangrentadas. También tenía sangre en su verde chaqueta de piel artificial.

—¿Qué demonios te ha pasado, Rita?—pregunté, temiéndome que le hubiesen pegado un tiro, o apuñalado, por algún problema de drogas.

—Por favor, venga conmigo, por favor—farfulló Rita, que empezó a toser y a sollozar al mismo tiempo—. Es el pequeño Marcus Daniels—añadió llorando—. ¡Lo han apuñalado! ¡Está muy mal! «Doctor Cross. Doctor Cross», le he oído decir. Quiere que vaya usted, doctor Cross.

—¡No os mováis de aquí, niños! ¡Volveré en seguida!—troné, temiendo que los histéricos gritos de Rita ahogasen mi voz—. ¡Vigile a los niños, Nana!—grité aún más fuerte—. ¡Tengo que salir, Nana!

Cogí mi abrigo y seguí a Rita Washington bajo la fría cortina de agua.

Procuré no pisar la brillante sangre que rezumaba como pintura roja por los peldaños del porche.

Capítulo 2

ENFILÉ LA CALLE CINCO a todo correr. Notaba los acelerados latidos de mi corazón. Sudaba a mares a pesar de la pertinaz, molesta y fría lluvia de primavera. El pulso martilleaba mis sienes. Tenía los músculos y los tendones de mi cuerpo en tensión, y un doloroso nudo en el estómago.

Cogí en brazos a Marcus Daniels, un muchachito de 11 años, y lo estreché con fuerza contra mi pecho. El pequeño sangraba profusamente. Rita Washington había encontrado a Marcus en las pringosas y oscuras escaleras que conducían al sótano de su casa, y me había llevado hasta su desmadejado cuerpo.

Más que correr, volé, tragándome el llanto, como me enseñaron a hacer en la academia, y en casi todas partes.

La gente del Southeast, poco dada a fijarse en nadie, me seguía con la mirada, con la misma perplejidad que si viesen un camión sin frenos ni dirección por el centro de la ciudad.

Rebasé a varios taxis, gritándole a todo el mundo que se apartase, pasando frente a una hilera de tiendas cuyos postigos, de contrachapado oscuro y semipodrido, estaban cubiertos de grafitis.

Pisaba cristales rotos, desperdicios, botellas de licor y rodales de hierba macilenta. Aquél era nuestro barrio, nuestra parte en el «sueño americano», nuestra capital.

Recordé un dicho muy popular acerca de Washington: «Si te agachas, te pisan; y si te enderezas, te pegan un tiro».

Mientras yo corría, el pobre Marcus perdía sangre como un incontinente cachorrillo que se me orinase encima. Me ardían el cuello y los brazos, y seguía teniendo los músculos muy tensos.

—¡Aguanta, pequeño!—le dije a Marcus.

«¡Aguanta, pequeño!», pensé a modo de plegaria.

—Ay, doctor Alex…—dijo a mitad de camino con voz queda y llorosa.

Eso fue todo lo que me dijo. Comprendí por qué. Yo sabía muchas cosas del pequeño Marcus.

Corrí cuesta arriba por el recién asfaltado acceso del hospital St. Anthony. Una ambulancia me rebasó en dirección a la calle L. El conductor llevaba una gorra de los Chicago Bulls ladeada, con el borde señalando extrañamente en mi dirección. Una estridente música de rap atronaba desde el vehículo, en cuyo interior debía de ser ensordecedora. El conductor y el enfermero no se detuvieron. Ni siquiera parecieron considerarlo. A veces, la vida es así en el Southeast. No puede uno detenerse por cada asesinato o atraco que se encuentra en la ronda diaria.

Conocía el camino a la sala de urgencias del St. Anthony. Había estado allí muchísimas veces, demasiadas. Abrí con el hombro la familiar puerta de paneles de cristal donde ponía «Urgencias» (la fina película del estarcido de las letras había saltado en varios puntos, y el cristal estaba rayado).

—Ya hemos llegado, Marcus. Estamos en el hospital—le susurré al muchacho.

Pero no me oyó. Había perdido el conocimiento.

—¡Ayúdenme, por favor! ¡Que alguien me ayude con este niño!—grité.

Al repartidor del Pizza Hut le hubiesen prestado más atención. Un vigilante de seguridad con pinta de aburrido me miró con su ejercitada expresión inescrutable. Una desvencijada camilla traqueteaba ruidosamente por los pasillos.

Reconocí a dos enfermeras, Annie Bell Waters y Tanya Heywood.

—Tráigalo aquí—dijo Annie Waters que, al percatarse de la gravedad del chico, me cedió el paso.

No me hizo ninguna pregunta. Se limitó a pedir al personal médico, y a otros heridos que andaban por allí, que se apartasen.

Pasamos frente a recepción. Los letreros estaban escritos en inglés, español y coreano. Por todas partes olía a desinfectante.

—Ha intentado degollarse con una navaja. Creo que se ha seccionado la carótida—dije mientras corríamos por un pasillo atestado de paredes color verde pálido y descoloridos letreros en los que decía «Rayos X», «Traumatología».

Al fin encontramos una habitación, un cuchitril increíblemente pequeño, poco más grande que un armario ropero. El médico de juvenil aspecto que llegó corriendo me dijo que me marchase.

—El chico tiene once años—dije—. No pienso moverme de aquí. Tiene las venas de ambas muñecas cortadas. Es un intento de suicidio. Aguanta, muchacho—le susurré a Marcus—. Sólo tienes que aguantar un poco.

Capítulo 3

CLIC. CASANOVA ABRIÓ EL maletero de su coche y miró aquellos ojos grandes y resplandecientes de lágrimas fijos en él. «Qué pena. Qué lástima de chica», pensó al mirarla.

—Veo, veo…—dijo él—. Te veo.

Estaba enamorado de la estudiante universitaria de 22 años que tenía maniatada en el maletero. Pero también estaba furioso con ella. Había quebrantado sus normas. Había hecho que su fantasía perdiese el encanto.

La joven estaba amordazada con trapos mojados y no podía preguntarle nada, pero lo fulminaba con la mirada. Sus oscuros ojos marrones dejaban traslucir el dolor y el miedo. Pero aún percibía en ellos la terquedad y el coraje.

Primero sacó su bolsa negra y luego aupó los cincuenta kilos que pesaba la joven para sacarla del coche. No se molestó en cogerla con delicadeza.

—Bienvenida—le dijo al dejarla de pie en el suelo—. Hemos olvidado nuestros buenos modales, ¿verdad?

A la joven le temblaban las piernas. Estuvo a punto de desplomarse, pero Casanova la sujetó con una mano.

Ella llevaba un pantalón de deporte de la Universidad Wake Forest de color verde oscuro, un top blanco y unas zapatillas Nike de atletismo. Era la típica estudiante universitaria engreída, una cría consentida, como él sabía muy bien, pero de una turbadora belleza. Le había atado los estilizados tobillos y las manos a la espalda con sendas tiras de cuero.

—Sólo tienes que caminar por delante de mí. Sigue todo derecho, a menos que yo te diga lo contrario. De modo que… andando—le ordenó—. Mueve esas largas y preciosas piernas. Vamos, vamos…

Se adentraron por una fronda que se adensaba a medida que avanzaban. La vegetación era cada vez más tupida.

Balanceaba la bolsa como un niño que llevase la fiambrera del almuerzo. Le encantaban los bosques oscuros. Siempre le habían gustado.

Casanova era alto y atlético, bien formado y apuesto. Era consciente de que podía conquistar a muchas mujeres, pero no de la manera que él quería. No de aquella manera.

—Te pedí que me escuchases, ¿verdad? Y no quisiste hacerlo—le dijo él en tono suave y distante—. Te precisé cuáles eran las normas de la casa. Sin embargo, preferiste dártelas de lista. Pues ahora verás lo que has conseguido.

A cada paso que daba, la joven estaba más y más asustada, casi al borde del pánico. Cruzaban una fronda más densa aún que las anteriores. Las ramas bajas le arañaban los brazos. Sabía cuál era el nombre de su captor: Casanova. Fantaseaba con la idea de ser un gran amante, y lo cierto era que podía mantener la erección más que ningún otro hombre que ella hubiese conocido. Siempre le pareció un chico equilibrado y sensato, pero sabía que tenía que estar loco. En muchas ocasiones, podía comportarse como una persona cuerda, aunque no era posible aceptar ni uno solo de sus principios.

«El hombre ha nacido para cazar… mujeres», le había dicho Casanova varias veces.

La puso al corriente de las normas de su casa. Le advirtió que se portase bien. Pero ella no hizo caso. Se había comportado como una estúpida obstinada y había cometido un gravísimo error táctico.

Procuraba no pensar en lo que fuese a hacerle en la sobrecogedora oscuridad del bosque. Si lo pensaba, sufriría un infarto. Tampoco iba a darle la satisfacción de desmoronarse y romper a llorar.

Si por lo menos la desamordazase… Tenía la boca seca, y mucha sed. Quizá pudiese convencerlo para salir con bien de… lo que se propusiera hacer con ella.

Se detuvo, dio media vuelta y lo miró a los ojos. Tenía que jugársela.

—¿Quieres parar aquí? Por mí no hay inconveniente. No obstante, no voy a dejarte hablar. No podrás pronunciar tus últimas palabras, cariño mío. El gobernador no te indulta. La has jodido. Si nos detenemos aquí, podrías arrepentirte. Me gustaría que caminases un poco más. Me encantan estos bosques, ¿a ti no?

Tenía que hablar con él, entablar una conversación. Preguntarle por qué. Acaso apelar a su inteligencia. Intentó decir su nombre, pero a través de la húmeda mordaza sólo salían ahogados sonidos.

Él parecía más tranquilo y seguro de sí mismo de lo habitual. Incluso se pavoneaba al andar.

—No entiendo una palabra de lo que dices. De todas maneras, aunque lo entendiese, de nada te iba a servir.

Llevaba puesta una de las máscaras que siempre utilizaba. Aquélla se llamaba «máscara de la muerte», le había explicado. Se utilizaba en hospitales y funerarias para reconstruir rostros.

El color de piel humana de la máscara de la muerte era casi perfecto, de un aterrador realismo. El rostro que él había elegido era joven y atractivo, de típico americano. Ella se preguntaba cuál sería su verdadero aspecto. ¿Quién demonios sería? ¿Por qué usaba máscaras?

«Conseguiré escapar como sea», se dijo la joven. Y haría que lo encerrasen de por vida. Nada de pena de muerte: que sufriese año tras año.

—Si es eso lo que quieres… por mí no hay inconveniente—dijo él que, de pronto, le dio una patada en los pies que la hizo caer de espaldas—. Vas a morir aquí mismo.

Sacó una jeringuilla de su bolsa negra de médico y la esgrimió como si fuese una espada. Quería que la viese bien.

—Esta jeringuilla se llama Tubex—dijo Casanova—. Está cargada con tiopental sódico, que es un barbitúrico. Produce los efectos propios de un barbitúrico—añadió a la vez que presionaba el émbolo para hacer salir un chorrito del marronoso líquido, parecido al del té helado.

No le iba a gustar nada que se lo inyectasen en la vena.

—¿Qué efectos produce? ¿Qué quieres hacer conmigo?—gritó ella inaudiblemente bajo la mordaza—. ¡Quítame la mordaza, por favor!

Estaba bañada en sudor y respiraba trabajosamente. Tenía el cuerpo agarrotado, anestesiado y entumecido. ¿Por qué quería administrarle un barbitúrico?

—Si me equivoco al inyectarte, morirás en seguida—le dijo él—. De modo que… no te muevas.

Ella asintió con la cabeza repetidamente, procurando convencerlo de que se portaría bien; de que podía portarse con él… muy bien. «Por favor, no me mates—imploró en silencio—. No me hagas esto».

Su captor eligió una vena en la conjunción del brazo con el antebrazo. La joven notó el doloroso pinchazo.

—No quiero que te queden moratones que te afeen—le susurró él—. No tardará mucho. Diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, tú, eres, tan, bonita, cero. Se acabó.

Ella se echó a llorar. No pudo evitarlo. Las lágrimas rodaban por sus mejillas. Estaba loco. Cerró los ojos. Ya no podía soportar más mirarlo.

«Por favor, Dios mío, no me dejes morir así—imploró—. No me dejes morir aquí tan sola».

La droga surtió efecto casi de inmediato. Sintió calor en todo su cuerpo, calor y somnolencia. Quedó inerte.

Casanova le quitó el top y empezó a manosearle los pechos, como un malabarista con las pelotas. Ella no podía hacer nada para impedirlo.

Le separó las piernas como si colocase una obra de arte, una escultura humana, estirando la ligadura de cuero todo lo que daba de sí. Entonces se echó encima de ella. La súbita acometida le hizo abrir los ojos y mirar a la horrible máscara. Él le devolvió la mirada. Eran unos ojos fríos e inexpresivos y, sin embargo, extrañamente penetrantes.

La poseyó. Ella sintió como si una descarga eléctrica estremeciese su cuerpo. Casanova la tenía muy dura, en plena erección. La penetraba profundamente mientras ella agonizaba a causa de la dosis de barbitúricos. Contemplaba su agonía. Pues de eso se trataba, en definitiva.

La joven se retorcía, arqueaba el cuerpo, temblaba. Pese a lo débil que estaba intentó gritar. «No, por favor, por favor, por favor. No me hagas esto».

La oscuridad la envolvió misericordiosamente.

No sabía cuánto tiempo había estado inconsciente. Ni le importaba. «Estoy viva», se dijo al despertar.

Empezó a llorar. Los ahogados sonidos que salían de su mordaza eran agónicos. Las lágrimas surcaban sus mejillas. Comprendió cuánto ansiaba vivir.

Notó que la habían movido. La había atado a un árbol. Tenía las piernas cruzadas y atadas. Seguía fuertemente amordazada. La había desnudado. No veía su ropa por ninguna parte.

Pero… ¡él seguía allí!

—No me importa que grites—le dijo él—. No hay por aquí nadie que pueda oírte—añadió mirándola a través de las aberturas de la máscara—. Sin embargo, no quiero que ahuyentes a los animales hambrientos.

Casanova contempló de nuevo su precioso cuerpo.

—Es una pena que me hayas desobedecido, que hayas quebrantado las normas—prosiguió él, quitándose la máscara.

Por primera vez, le dejó ver su rostro y fijó su imagen en la mente. Luego, se inclinó hacia ella y la besó en los labios.

Kiss the girls.

Y, al fin, se alejó.

Capítulo 4

CASI TODA MI CÓLERA se disipó en la febril carrera hasta el hospital St. Anthony con Marcus Daniels en brazos. La descarga de adrenalina ya se había agotado. Pero el cansancio que sentía no era normal.

La sala de espera de urgencias era ruidosa. Se palpaba una frustrante confusión. Bebés que lloraban, padres que gemían y exteriorizaban su aflicción, las continuas llamadas a los médicos a través del sistema de megafonía.

—¡Qué mierda! ¡Qué mierda!—exclamó un hombre que sangraba profusamente.

Aún podía ver los bonitos y tristes ojos de Marcus Daniels. Aún podía oír su suave voz.

Poco después de las seis y media de aquella tarde, mi compañero llegó inesperadamente al hospital. Me escamó un poco, pero… mejor dejarlo correr por el momento.

John Sampson y yo somos íntimos amigos desde que teníamos 10 años y correteábamos por estas mismas calles del Southeast. Al terminar el bachillerato, ingresé en la Universidad John Hopkins y me doctoré en psicología. Sampson ingresó en el Ejército. De un modo un tanto extraño y misterioso, ambos terminamos por trabajar juntos en el cuerpo de policía del distrito de Columbia.

Yo estaba sentado en una camilla que habían dejado junto a la entrada de traumatología. Al lado estaba el carrito auxiliar que habían utilizado para Marcus. Varios torniquetes de látex colgaban como serpentinas de las negras manijas del carrito.

—¿Cómo está el chico?—preguntó Sampson, que ya se había enterado de lo de Marcus.

La verdad era que Sampson siempre se enteraba de todo. Se le había calado el poncho con la lluvia y le chorreaba por todas partes. Pero no parecía importarle.

Meneé la cabeza, entristecido y frustrado.

—Todavía no lo sé. Me ha dicho el médico que, como no soy su pariente más cercano, no podía decirme nada. Lo han ingresado en traumatología. Se ha hecho unos cortes muy profundos. Pero, en fin, ¿qué te trae por el club?

Sampson se quitó el poncho y se dejó caer junto a mí en la destartalada camilla. Bajo el poncho llevaba una de sus indumentarias de detective de calle: una sudadera Nike de color rojo y plateado, zapatillas de deporte de la misma marca, finos brazaletes dorados y varios anillos de sello. Su pinta de urbanita callejero era impecable.

—¿Dónde está tu diente de oro?—le pregunté, esforzándome por sonreír—. Necesitas un diente de oro para completar tu caracterización. O, por lo menos, una estrellita de oro en un diente.

—Bah…—exclamó riendo—. Me he enterado y he venido—añadió para justificar su aparición en St. Anthony—. Tienes pinta de elefante moribundo. ¿Estás bien?

—Ese pequeño ha intentado suicidarse. Un encanto de crío, como Damon. Tiene sólo once años.

—¿Quieres que vaya a destrozarles la crackera? ¿Que vaya a vaciarles un cargador a los padres del chico?—dijo Sampson con una mirada dura como la obsidiana.

—Lo haremos después—respondí yo.

Desde luego, mi estado de ánimo era como para hacerlo. Lo positivo del caso era que los padres de Marcus Daniels vivían juntos. Lo negativo, que tenían al chico y a sus cuatro hermanas viviendo en la crackera que regentaban, cerca de la urbanización Langley Terrace. La edad de los Daniels iba de 5 a 12 años, y todos ellos trabajaban en el negocio del crack.

—¿Se puede saber qué haces tú aquí?—insistí—. ¿No irás a decirme que has entrado porque te pillaba de camino? ¿De qué va el asunto?

Sampson le dio un golpecito a la base de un paquete de Camel e hizo saltar un cigarrillo. Utilizaba sólo una mano. Muy tranquilo. Encendió el cigarrillo. Había médicos y enfermeras por todas partes.

Le arrebaté el cigarrillo, lo dejé caer al suelo y lo aplasté con la suela de mi zapato negro de lona, junto al agujero que tenía cerca del dedo gordo.

—¿Te sientes mejor ahora?

Sampson me miró con fijeza y luego me dirigió una franca sonrisa que dejó ver su blanca dentadura. El numerito se había terminado. Sampson había obrado el prodigio en mí, porque fue algo verdaderamente mágico, incluyendo el truco del cigarrillo. Me sentía mejor. Aquellos numeritos no acostumbraban a funcionar. En realidad, me sentía como si acabasen de abrazarme media docena de parientes próximos y mis dos hijos. Sampson es mi mejor amigo por una razón: sabe hacerme reaccionar como nadie.

—Aquí llega el ángel misericordioso—dijo él, señalando hacia el largo y caótico pasillo.

Annie Waters venía hacia nosotros con las manos en los bolsillos de su bata de hospital. Tenía una ceñuda expresión. Aunque, en realidad, eso era algo normal en ella.

—Lo siento muchísimo, Alex. Hemos perdido al chico. Creo que estaba casi muerto cuando llegasteis. Probablemente, ha resistido más gracias a toda la esperanza que le insuflabas.

Nítidas imágenes y viscerales sensaciones se solapaban en mi interior. Me veía corriendo por la calle Cinco con Marcus en brazos. Imaginé la sábana de hospital que debía de cubrirlo ahora.

—El chico era paciente mío desde esta primavera—les dije a los dos.

Me extendí para aclararles por qué me había enfurecido tanto y por qué me sentía ahora tan deprimido.

—¿Quieres que te traiga algo, Alex?—preguntó Annie Waters con cara de preocupación.

Meneé la cabeza. Necesitaba hablar. Necesitaba desahogarme.

—Marcus se enteró de que yo colaboraba aquí en St. Anthony, de que hablaba con los pacientes… Empezó a venir algunas tardes. Cuando le hube hecho los tests, me contó cómo era su vida en la crackera. En toda su vida no había conocido más que yonquis. Y precisamente una yonqui ha sido la que ha venido a mi casa hoy… Rita Washington. No ha venido la madre del chico; ni el padre. Marcus ha intentado degollarse y se ha cortado las venas. Con sólo once años.

Se me humedecieron los ojos. Cuando muere un niño, alguien tiene que llorar. El psicólogo de un suicida de once años debería afligirse. O, por lo menos, eso creía yo.

Sampson se puso al fin en pie y posó su largo brazo en mi hombro. Ya volvía a medir sus 2,07 m de costumbre.

—Vayamos a casa, Alex—me dijo—. Vamos, hombre, que ya es hora.

Entré en la habitación donde estaba Marcus y lo miré por última vez. Sostuve su manita inerte y pensé en las conversaciones que habíamos tenido, en la indescriptible tristeza que irradiaban siempre sus ojos marrones. Recordé entonces un hermoso y sabio proverbio africano: «Se necesita a todo un pueblo para criar bien a un niño».

Finalmente, Sampson se acercó, me separó del chico y me llevó a casa.

Pero allí fue aún peor.

Capítulo 5

NO ME GUSTÓ LO que vi en casa. Varios coches estaban desordenadamente repartidos por todo el derredor. Era una casa muy modesta. La mayoría de los coches eran de amigos o de parientes.

Sampson detuvo el coche detrás del Toyota de la esposa de mi difunto hermano Aaron. Cilla Cross era una buena amiga. Era fuerte y lista. Había terminado por caerme mejor que mi hermano. ¿Qué hacía Cilla allí?

—¿Qué demonios pasa en la casa?—preguntó Sampson de nuevo.

Empecé a preocuparme.

—Invítame a una cerveza fresca—me dijo Sampson al retirar la llave del contacto—. Es lo mínimo que puedes hacer.

Sampson salió del coche con su agilidad acostumbrada. Pese a su corpulencia es rápido como el viento.

—Entremos, Alex.

Yo tenía la ventanilla del coche abierta, pero aún estaba dentro.

—Vivo aquí. Entraré cuando me sienta con ánimo.

Noté un escalofrío a lo largo de la columna vertebral. ¿psicosis policial? Pudiera ser.

—No te hagas de rogar—me dijo Sampson volviendo la cabeza—. Por una vez en tu vida, no pongas las cosas difíciles.

El escalofrío recorría ya todo mi cuerpo. Respiré hondo. El recuerdo del monstruo humano que contribuí a quitar de la circulación hacía poco aún me producía pesadillas. Sentía pánico al pensar que un día pudiera fugarse. Era un asesino y un secuestrador que ya estuvo una vez en la calle Cinco.

¿Qué diantre pasaba en mi casa?

La puerta estaba entreabierta y Sampson entró sin llamar. «Mi casa es su casa». Siempre había sido así. Lo seguí al interior.

Mi hijo Damon se echó en los brazos de Sampson, y John lo levantó por los aires como si fuese una pluma. Jannie vino hacia mí patinando, llamándome «papi». Ya llevaba puesto el pijama y olía al talco que le ponían después del baño. Era mi damita. La mirada de sus grandes ojos marrones me dejó helado. Algo malo ocurría.

—¿Qué pasa, cariño mío?—le pregunté, con su suave mejilla junto a la mía—. Dime qué ha pasado. Cuéntaselo todo a papá.

En el salón vi a tres de mis tías, a mis dos cuñadas y a Charles; el único hermano que me quedaba. Mis tías tenían el rostro congestionado, sin duda, de haber llorado; igual que mi cuñada, Cilla, que no tiene el llanto fácil.

«Ha debido de morir alguien—pensé, porque aquello parecía un velatorio—. Algún ser querido». Pero allí parecían estar los más allegados.

Mamá Nana, mi abuela, estaba sirviendo café, té helado y trozos de pollo frío, que nadie parecía comer.

Nana vive conmigo y mis hijos. En su fuero interno, cree estar criándonos a los tres. A sus 80 años, está muy encogida, y apenas rebasa ya el 1,50 m. Pero sigue siendo la persona más impresionante que conozco en la capital de nuestra nación, y conozco a la mayoría, a los Reagan, a los Bush y ahora a los Clinton.

A juzgar por sus ojos, mi abuela no había vertido una lágrima. Rara vez la he visto llorar, pese a que es una persona tremendamente cariñosa y cordial. Sólo que ya no llora. Dice que como no le queda mucha vida por delante, no quiere malgastarla en llanto.

Finalmente, pasé al salón e hice la pregunta que martilleaba en mi cerebro.

—Me alegra veros a todos… Charles, Cilla, tía, pero… ¿quiere alguno de vosotros hacer el puñetero favor de decirme qué pasa aquí?

Todos clavaron la mirada en mí.

Yo seguía con Jannie en brazos. Sampson tenía cogido a Damon bajo su enorme brazo derecho, como si de una peluda pelota de rugby se tratase.

Nana se decidió a hablar en nombre de los reunidos. Sus casi inaudibles palabras me produjeron un lacerante dolor.

—Se trata de Naomi—dijo con aplomo—. Chispa ha desaparecido, Alex.

Y por primera vez en muchos años, Nana rompió a llorar.

Capítulo 6

CASANOVA GRITÓ, Y EL penetrante sonido que salió de su garganta se convirtió en un áspero aullido.

Cruzaba la espesura del bosque, pisando la hojarasca, pensando en la chica que había abandonado en una fronda. Y en lo espantoso que era lo que había vuelto a hacer.

Por un lado, deseaba volver junto a la chica—salvarla—, apiadarse de ella.

Le remordía la conciencia y empezó a correr, cada vez más de prisa. Tenía el cuello y el pecho bañados en sudor. Se sentía tan débil que le flaqueaban las piernas.

Era plenamente consciente de lo que había hecho. Pero no podía dominarse.

De todos modos, era mejor así. Había visto su rostro. Era una estupidez suponer que ella podía llegar a comprenderlo. Había visto en sus ojos temor, desdén.

Si lo hubiese escuchado cuando trató de hablar con ella… Al fin y al cabo, él era distinto de los asesinos en serie… él podía sentir todo lo que hacía. Podía amar… sufrir… y…

Se quitó la máscara de la muerte con ademán contrariado. Toda la culpa la había tenido ella. Ahora tendría que cambiar de personalidad. Tenía que dejar de ser Casanova.

Necesitaba ser él. Su otro yo, misericordioso.

Capítulo 7

«SE TRATA DE NAOMI. Chispa ha desaparecido, Alex».

Los Cross nos congregamos en la cocina, donde siempre nos habíamos reunido.

Nana hizo más café y una infusión para ella. Yo acosté a los niños. Luego, abrí una botella de Black Jack y serví una ronda.

Me explicaron que mi sobrina había desaparecido hacía cuatro días en Carolina del Norte. Hasta entonces no se habían puesto en contacto con nuestra familia de Washington. Como policía, aquello me resultaba difícil de comprender. Dos días era lo normal cuando se producía la desaparición de alguna persona. Cuatro días era absurdo.

Naomi Cross tenía 22 años y estudiaba derecho en la Universidad Duke. Era una de las mejores de su curso y había salido varias veces en Law Review, una revista de temas jurídicos. Era el orgullo de nuestra familia. La llamábamos Chispa desde que tenía tres o cuatro años, porque era muy vivaz, ingeniosa y rápida como el rayo. También era muy cariñosa con todo el mundo. Tras la muerte de mi hermano Aaron ayudé a Cilla a criarla. No me fue difícil, porque siempre era cariñosa, simpática, solícita y más lista que el hambre.

Chispa había desaparecido en Carolina del Norte, hacía cuatro días.

—He hablado con un detective llamado Ruskin—explicó Sampson en la cocina.

Trataba de no comportarse como un agente de policía, pero no podía evitarlo. Se ocupaba del caso. Serio e inescrutable. La habitual expresión de Sampson.

—Me ha parecido que el detective Ruskin estaba muy al corriente de la desaparición de Naomi. Y también que es un tipo muy directo, aunque algo raro. Me ha dicho que una amiga de Naomi, de la Facultad de Derecho, es quien ha denunciado la desaparición. Se llama Mary Ellen Klouk.

Yo conocía a aquella amiga de Naomi. Era una futura abogada de Garden City, en Long Island. Naomi había traído a Mary Ellen a nuestra casa de Washington un par de veces. Y en una de aquellas ocasiones, por Navidad, fuimos al Kennedy Center, a escuchar El Mesías de Haendel.

Sampson se quitó sus gafas oscuras, algo que rara vez hacía. Naomi era su preferida y estaba tan conmovido como todos nosotros. Ella lo llamaba «Su harteza» y «Taladro», y a él le encantaba que le tomase el pelo.

—¿Por qué no nos ha llamado antes el tal Ruskin? ¿Por qué no me han llamado los de la universidad?—dijo mi cuñada.

Cilla tiene 41 años. Se había abandonado y estaba como un tonel. Según ella, mide 1,63 m, pero no me lo creo. De lo que no dudo es de que debe de pesar casi cien kilos. Me aseguraba que ya no quería resultar atractiva para los hombres.

—Ignoro la razón—contestó Sampson—. Le dijeron a Mary Ellen Klouk que no nos llamase.

—¿Y qué explicación ha dado el detective Ruskin por el retraso?—le preguntó a Sampson.

—Que había circunstancias atenuantes. Pero no ha querido darme detalles, pese a que suelo ser persuasivo.

—¿Le has dicho que podíamos hablar del caso en persona?

—Sí—contestó Sampson—. Pero me ha asegurado que el resultado sería el mismo. Le he dicho que lo dudaba y me ha replicado que… muy bien. No parece tener nada que temer.

—¿Es negro?—preguntó Nana, que es racista y está orgullosa de serlo.

Asegura ser demasiado vieja para ser social o políticamente correcta. Más que detestar a los blancos desconfía de ellos.

—No, pero no creo que eso sea un problema, Nana. No van por ahí los tiros—dijo Sampson mirándome desde el otro lado de la mesa de la cocina—. Me parece que no podía hablar.

—¿FBI?—pregunté.

Era lo más obvio que cabía aventurar, cuando se topaba uno con el secretismo. El FBI comprende mejor que el Washington Post, el New York Times, y que las mismísimas compañías telefónicas, que la información es poder.

—Ahí podría estar el problema. Ruskin no lo reconocería por teléfono.

—Será mejor que hable yo con él—dije—. Probablemente, en persona será más fácil. ¿No crees?

—Yo opino que sí, Alex—respondió Cilla desde su lado de la mesa.

—Podría ir yo a echarle una firmita—comentó Sampson sonriendo como el predador lobo que es.

Varios asintieron con la cabeza y se oyó por lo menos un aleluya en la atestada cocina. Cilla rodeó la mesa y me abrazó con fuerza. Mi cuñada temblaba como un recio y frondoso árbol azotado por la tormenta.

Sampson y yo iríamos al sur. Íbamos a volver con Chispa.

Capítulo 8

TUVE QUE CONTARLES A Damon y a Jannie lo de su tía Chispa, que es como siempre la han llamado.

Mis hijos notaban que algo malo había ocurrido. Lo intuían, igual que intuyen mis puntos más débiles y mis más íntimos secretos. No habían querido acostarse hasta que yo llegase y hablase con ellos.

—¿Dónde está la tía Chispa? ¿Qué le ha pasado?—preguntó Damon en cuanto entré en el dormitorio que compartía con su hermana.

Había oído lo bastante para comprender que algo terrible debía de ocurrirle a Naomi.

Siento la necesidad de decirles a mis hijos la verdad, siempre que sea posible. Me he impuesto no mentirles nunca. Pero a veces no es nada fácil.

—Es que hace varios días que no sabemos nada de la tía Naomi—contesté—. Por eso estaban todos tan preocupados esta noche y han venido a casa. Papá va a ocuparse del caso. Haré lo que pueda para encontrar a la tía Naomi en un par de días. Y ya sabéis que papá suele solucionar los problemas, ¿verdad?

Damon asintió con la cabeza, reconociendo que era cierto. Mis palabras parecieron tranquilizarlo. Aunque creo que lo que más confianza le infundió fue la seriedad de mi tono. Se arrimó a mí y me dio un beso, algo que no prodiga mucho últimamente. También Jannie me dio el más dulce de los besos. Los estreché entre mis brazos a ambos a la vez. Angelitos…

—Papá se ocupa del caso—musitó Jannie.

Aquello me levantó bastante la moral. Recordé lo que cantaba Billie Holiday: «Dios bendiga a quien tenga hijos».

A las once, los niños dormían ya plácidamente y la casa empezaba a quedar vacía. Mis tías más mayores ya se habían marchado a sus trasnochados nidos, y Sampson se disponía también a salir.

Normalmente, Sampson entra y sale de aquí como Pedro por su casa. Pero, en aquella ocasión, Mamá Nana lo acompañó a la puerta y yo los seguí (la superioridad numérica es siempre conveniente frente a Nana).

—Gracias por ir mañana al sur con Alex—le dijo Mamá Nana a Sampson en tono confidencial, aunque no sé quién creería que podía estar aplicando el oído indiscretamente—. Ya ves, John Sampson, que puedes ser una persona civilizada y de alguna utilidad cuando te lo propones. Siempre te lo he dicho, ¿verdad?—añadió apoyando su deformado y huesudo índice en el imponente mentón de Sampson—. ¿Verdad que sí?

Sampson le sonrió. Se complace en su superioridad física incluso ante una octogenaria.

—Voy a dejar que Alex vaya solo. Después, Nana, iré a rescatarlos a él y a Naomi—dijo él.

Nana y Sampson rieron como un par de cuervos de los dibujos animados. Era buena señal oírlos reír. Luego, ella se las compuso para rodearnos a Sampson y a mí con sus brazos. Y allí siguió de pie, como una anciana menudita sujetándose a sus dos secuoyas favoritas. Noté que su frágil cuerpo temblaba. Hacía veinte años que Mamá Nana no nos abrazaba a los dos de aquella manera. Me constaba que quería a Naomi como a una hija, y estaba muy asustada por lo que pudiera ocurrirle.

«No, a Naomi no. Nada malo puede ocurrirle. A Naomi, no».

Aquellas palabras martilleaban una y otra vez en mi cabeza. Pero algo tenía que haberle ocurrido. Tendría que empezar a pensar y a actuar como un policía; como un detective de la brigada de investigación criminal. Y en el sur.

«Tened fe y perseguid lo desconocido», decía Oliver Wendell Holmes.

Yo tengo fe. Persigo lo desconocido. En eso consiste mi trabajo.

Capítulo 9

A LAS SIETE DE la tarde de un día de finales de abril, había un gran bullicio en el maravilloso campus de la Universidad Duke.

Todo el campus de la autoproclamada «Harvard del sur» rebosaba belleza.

Los magnolios, especialmente a lo largo de Chapel Drive, estaban exuberantes, en plena floración. Estaba todo tan cuidado, la retícula de setos y arriates era tan armoniosa, que era un deleite para la vista contemplar el que sin duda debía ser uno de los campus más bellos del país.

La fragancia de la vegetación embriagaba los sentidos de Casanova mientras cruzaba por los pilares de grisáceo granito de la entrada al sector oeste del campus.

Eran poco más de las siete y Casanova había ido allí exclusivamente a cazar. Todo el proceso, desde el ojeo hasta el momento de cobrar la pieza, ejercía sobre él un irresistible atractivo. Estaba exultante. Le era imposible detenerse una vez que había empezado. Adoraba los prolegómenos.

«Soy como un tiburón asesino, con cerebro humano, e incluso sentimientos—pensaba Casanova mientras caminaba—. Soy un predador sin igual, un predador pensante».

Creía que a los hombres les gustaba la caza, que, en realidad, vivían para la caza, aunque la mayoría no lo reconociese. Los ojos de un hombre no dejaban nunca de buscar a las mujeres hermosas y sensuales, o a otros hombres, que para el caso era lo mismo. Y más aún en un privilegiado lugar como el campus de Duke, o los de Chapel Hill y Raleigh, de la Universidad estatal de Carolina del Norte, y tantos otros que había visitado por todo el sudeste.

¡Había que verlas! Las engreidillas que estudiaban en Duke pasaban por ser las mujeres estadounidenses más bonitas y «contemporáneas». Incluso con las indumentarias más extravagantes y ridículas, eran dignas de ver, mirar, fotografiar y fantasear acerca de ellas.

«No hay nada mejor», pensaba Casanova, silbando una antigua melodía.

Iba bebiendo sorbos de Coca-Cola mientras observaba a los estudiantes jugar. También él jugaba a un ingenioso juego (a varios a la vez, en realidad). Los juegos se habían convertido en su vida. El hecho de tener un trabajo «respetable», otra vida, ya no le importaba.

Se comía con los ojos a toda aquella que encajase mínimamente en su colección, estudiantes con buen tipo, profesoras o cualquier mujer que apareciese con la camiseta de los Blue Devils de Duke, como parecía ser de rigor para cualquier visitante.

Se relamía por anticipado. Acababa de ver algo espléndido…

Una preciosa joven negra, estilizada y alta, estaba recostada en un viejo roble del Edens Quad. Leía el Chronicle de Duke, que había doblado en tres pliegues. Le gustaba el suave brillo de su oscura piel, su artístico peinado. Pero pasó de largo.

«Sí, los hombres son cazadores por naturaleza», pensaba Casanova, que de nuevo se encontraba en su mundo.

Los «fieles» maridos prodigaban sus furtivas miradas con suma discreción. Los muchachitos de 11 y 12 años, de limpia mirada, parecían muy inocentes y juguetones. Los abuelos fingían estar de vuelta de estas cosas, y se limitaban a aderezar sus expresiones con «picardía». Pero Casanova sabía que todos miraban, seleccionando de continuo, obsesionados con dominar la caza desde la pubertad hasta la tumba.

Era una necesidad biológica, ¿no? No le cabía la menor duda. En la actualidad, las mujeres exigían que los hombres aceptasen el hecho de que los relojes biológicos femeninos sintonizaran con… bien, con los hombres, aunque en realidad sintonizaban con sus biológicas pollas.

Esas pollas no paraban.

También ése era un hecho de la naturaleza. Dondequiera que fuese, prácticamente a cualquier hora del día o de la noche, notaba su interno latido. Tictac. La polla tiesa.

¡La siempre viva!

¡La siempre tiesa!

Un bronceado bomboncito rubio estaba sentado con las piernas cruzadas en una de las franjas de césped que cruzaba su sendero. Leía un libro de bolsillo, Filosofía de la existencia, de Carl Jaspers. Desde su lector de CD, el grupo de rock Smashing Pumpkins aportaba su repetitivo ritmo a modo de mantras. Casanova sonrió para sus adentros.

Tictac.

Era un cazador implacable. Era el Príapo de los noventa. La diferencia entre él y tantos otros desalmados contemporáneos era que él actuaba al dictado de impulsos naturales.

Buscaba incesantemente una belleza extraordinaria… ¡y la poseía! Era de una sencillez insultante. ¡Qué moderna historia de horror más sobrecogedora!

Se fijó en dos japonesitas que mascaban el grasiento cerdo de Carolina del Norte comprado en el nuevo Crooks Corner II de Durham. Estaban encantadoras, devorando como animalitos la especialidad del lugar (carne de cerdo asada a la barbacoa, aderezada con una salsa con mucho vinagre y luego cortada a trocitos muy pequeños). No podía uno comérselo sin ensalada de col.

Sonrió ante la curiosa escena. Ñam, ñam.

Pero también pasó de largo. Otras vistas llamaban su atención. Cejas con anillos. Tobillos tatuados. Camisetas con extravagantes estampados. Deliciosos pechos sin sujetador, piernas, muslos por todas partes.

Llegó al fin a un pequeño edificio de estilo gótico, cercano al sector norte del hospital universitario de Duke. Era un anexo especial donde los enfermos terminales de cáncer de todo el sur recibían asistencia durante sus últimos días. Empezó a latirle el corazón con fuerza. Se estremeció.

¡Allí la tenía!

Capítulo 10

¡ALLÍ ESTABA LA MUJER más hermosa del sur! Hermosa en todos los aspectos. No sólo era físicamente deseable, sino que era muy lista. Ella podía ser capaz de comprenderlo. Acaso fuese tan extraordinaria como él.

Estuvo a punto de decir aquellas palabras en voz alta, y las creía absolutamente ciertas. Había trabajado mucho en casa acerca de su siguiente víctima. Le latía el corazón con tal fuerza que le dolían las sienes. Notaba el martilleante pulso por todo su cuerpo.

Se llamaba Kate McTiernan. Katelya Margaret McTiernan, para ser tan exacto como a él le gustaba ser.

Acababa de salir del pabellón de cancerosos terminales, donde trabajaba para pagarse la carrera de medicina. Iba sola, solitaria como de costumbre. Su último novio le advirtió de que podía terminar convirtiéndose en una «bonita solterona».

Ni en broma. No iba a darle tiempo. Obviamente, Kate McTiernan estaba sola porque quería. Podía haber elegido a cualquiera que hubiese deseado, porque era de una belleza asombrosa, muy inteligente y solidaria, a juzgar por lo que sabía de ella. Pero… era la clásica empollona. Se había volcado en sus estudios y en su trabajo en el hospital con una dedicación increíble.

No había en ella nada muy llamativo. Y eso le gustaba. Su ondulada media melena castaña realzaba su preciosa carita. Sus ojos, azul oscuro, le chispeaban al reír. Tenía una risa contagiosa. Su aspecto era típicamente estadounidense, pero no vulgar. Era de fuerte complexión y, sin embargo, resultaba delicada y femenina.

Había visto a otros hombres intentar ligársela (jóvenes sementales de la facultad y algún que otro profesor, ridículo y rijoso). Pero ella no se enfadaba. Siempre la había visto rechazarlos con amabilidad y alguna pequeña concesión. Nunca privaba a nadie de su sonrisa, una sonrisa endemoniadamente irresistible que le dejaba a uno sin aliento.

No estoy disponible—venía a decirte—. Nunca podrás tenerme. Por favor, quítatelo de la cabeza. No es porque seas poco para mí, sino porque… soy diferente.

Kate la Formalita, Kate la Bondadosa acababa de salir de la unidad oncológica. Siempre entre las ocho menos cuarto y las ocho. Tenía costumbres fijas, igual que él.

Llevaba un año como interna en el hospital de Chapel Hill, perteneciente a la Universidad de Carolina del Norte. Desde enero, colaboraba en un programa de investigación oncológica en Duke. Lo sabía todo acerca de Katelya McTiernan.

Dentro de unas semanas cumpliría 31 años. Tuvo que trabajar tres años para pagarse sus estudios en la Facultad de Medicina. También tuvo que cuidar durante dos años a su madre enferma, que vivía en Buck, una población del oeste de Virginia.

Caminaba con paso resuelto por Flowers Drive hacia el parking del Centro Médico, que tenía varias plantas. Tuvo que acelerar el paso para no perderla, sin quitarle los ojos a sus bien torneadas piernas, aunque las tenía demasiado pálidas para su gusto.

«¿No tienes tiempo para tomar el sol? ¿Temes que te produzca un pequeño melanoma?».

Llevaba gruesos libros de consulta apoyados en la cadera derecha. Atractiva e inteligente. Pensaba ejercer la medicina en Virginia, donde había nacido. No parecía importarle mucho el dinero. ¿Para qué? ¿Para tener diez pares de zapatos?

Kate McTiernan llevaba su habitual indumentaria universitaria: una chaqueta blanca de la escuela de medicina, blusa caqui, pantalones beige descoloridos y sus sempiternos zapatos negros de lona. Le sentaba bien.

Kate, todo un carácter. Algo excéntrica. Imprevisible. Misteriosa y muy atractiva.



Continues...

Excerpted from Besa a las Mujeres by James Patterson Copyright © 2012 by James Patterson. Excerpted by permission.
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